El despertador suena a las 6 y 20 de la mañana. Octavio Oviedo lo apaga, sin poner demasiada voluntad en la acción. Su cuerpo responde al sonido automáticamente. Le cuesta abrir los ojos, pero ya no tanto como hace tres meses atrás. Se sienta en el borde de la cama y se despereza. Tiene sólo diez minutos para prepararse antes de que la camioneta de la policía de tránsito pase a buscarlo por su casa. O quizás hoy le toca a uno de sus compañeros del voluntariado de la Cruz Roja. Le da igual, lo importante es llegar a tiempo al acceso para realizar su trabajo. El buzo blanco y el chaleco rojo del uniforme lo esperan en una silla al costado de la cama desde la noche anterior. Se acostumbró a dejar todo preparado para aprovechar hasta el último minuto de sueño. Escucha un bocinazo, y otro más. No desayuna, sabe que una cremona lo espera en el puesto de control. Sale a las apuradas, y sin mirar hacia atrás le revolea una mano en señal de saludo a su madre que se levanta para ir a trabajar. Sube al auto del compañero que se ofreció para ir a buscarlo, chocan codos y parten hacia el arco de ingreso a Chacabuco. Tienen por delante un largo camino de tierra y árboles que en la oscuridad asustarían incluso al más impertérrito. El movimiento del vehículo a causa de los pozos terminan de despertarlo. No lo dice, pero agradece con su mirada la solidaridad de quienes con entusiasmo van a buscarlo antes de que comience a calentar el sol. El frío punzante de la mañana temprana no le permitiría transitar en bicicleta aquel viaje sin perder alguna extremidad en el intento. Octavio tiene 19 años, es estudiante de Turismo, es playero de YPF en Junín, es vendedor de pan relleno en Chacabuco, es hijo, es amigo, es hermano, pero por sobre todas las cosas, hoy, es voluntario. Cuando el coronavirus llegó a Argentina no podía creerlo, había desestimado totalmente la potencia de ese fenómeno que había escuchado nombrar en la tele.
Mucho menos pudo hacerse la idea de que alcanzaría a su ciudad, un pueblo relativamente pequeño del interior de la Provincia de Buenos Aires, hasta el día en que el intendente contactó a la filial de la Cruz Roja Argentina en Chacabuco para pedirles que participen activamente en el cuidado y prevención de la pandemia covid-19. Ni la institución ni Octavio lo dudaron por un segundo. Su sí fue inmediato. Les encomendaron la tarea de realizar los controles de temperatura en los accesos de entrada y salida para prevenir el ingreso de personas infectadas, pero con el tiempo ese trabajo pasó a manos de Defensa Civil y ellos quedaron encargados de los controles de olfato a los conductores que a diario transitan por el lugar. Desde el primer día, el joven decidió ponerse al hombro la responsabilidad, y nunca la soltó. En Junín, ciudad vecina donde estudia la tecnicatura en Guía de Turismo y en donde trabajaba como playero en una estación de servicio, organizó y planificó las actividades a la distancia. Pero no pasó mucho tiempo hasta que tomó la decisión de volver a su pueblo para poner el cuerpo por completo. A partir de ese entonces su rutina se transformó. Su empleador de YPF aceptó su determinación y le aseguró que su puesto de trabajo lo esperaría al terminar la pandemia. Recogió la mayoría de sus cosas en la pensión donde vivía y tomó un colectivo hacia Chacabuco, sin boleto de regreso. Pasaron tres meses de aquello y su decisión continúa implacable. Siente que su deber hoy, en este contexto, es estar en la calle para cuidar al resto. El reloj marca las 10 y a lo lejos ve acercarse la camioneta de un vecino que trabaja en uno de los campos de la zona y que suele regalarles facturas o una cremona al pasar para que desayunen. Es un día de suerte. - Gracias, Santiago. No se hubiese molestado -dice Octavio con una sonrisa amable, aunque por dentro esté saltando de emoción. - No hay de qué, querido. Les debemos esto y mucho más -contesta el señor mientras le alcanza el paquete-. Esto es lavanda, ¿no? -agrega al oler el cartoncito que coloca el voluntario cerca de su nariz. - Sí señor, muy bien. Puede seguir -repone Octavio, y observa al conductor que con un simple gesto mejoró su jornada. - Ahora, ¡a comer! -bromea uno de sus compañeros, y el resto se acerca al instante. Con esto, sus estudios quedaron relegados a un segundo plano, pero no los olvida. 'En algún momento la pandemia va a pasar y la facultad va a seguir estando', afirma. Aunque estudiar se vuelve más complejo estando en casa. Allí convive con sus padres, dos hermanas, de veinte y trece años, y un hermano de once. El ruido es constante: música a cualquier hora del día, o Berni -su hermanito- que se pone a tocar la batería, o Carlita -su hermanita- que se pelea con Berni porque quiere hacer los deberes y no puede concentrarse. Igual Octavio se las ingenia. Es poco el tiempo que pasa en casa y tiene que aprovecharlo al máximo. Vuelve del acceso hacia el mediodía, ayuda a su hermana mayor con el almuerzo o se acuesta a dormir un rato hasta recibir el llamado para poner la mesa, come y se pone a hacer cosas de la facultad. A las 16 cursa, a las 22 termina. Cena y se acuesta. Se duerme al instante, el cansancio le puede. Al otro día la rutina comienza de cero. No niega haberse quedado dormido en alguna videollamada con amigos, pero esta es su vida ahora. Son las 7 de la mañana del día más corto y la noche más larga del año. El frío quema. Todavía no comenzó a amanecer. La oscuridad abraza y la soledad de la rotonda angustia. A Octavio le repiquetea la mandíbula y le tiemblan las rodillas. Los guantes no calientan por completo sus manos, la helada logra colarse y se le endurecen los dedos. - ¿Qué hago acá? Yo podría estar tranquilamente en mi casa, en mi cama -se dice a sí mismo en un susurro. Su boca termina de expulsar las palabras y al instante se retracta en su mente. Sabe muy bien qué hace allí. Su cama, aunque tibia y suave, no le devolvería la satisfacción de ayudar, de estar, de acompañar. Ya llegarían los tiempos de dormir y pensar en sí mismo. No ahora. Octavio sabe el riesgo que significa salir mientras un enemigo invisible acecha a su alrededor, pero su voluntad de hacer es más fuerte. Y también su amor por la institución que representa. Con sus compañeros se siente seguro, protegido, como en ningún otro lugar en este momento. Seguro y útil. Siente que sabe lo que hace. En la calle puede poner en práctica todo lo que conoce y para lo que se capacitó durante tres años y medio como voluntario.
El apoyo psicosocial es su parte favorita. Hablar es su fuerte. Sabe qué decir y cómo; un poco por naturaleza, otro poco por experiencia. Conversar con un vecino que no entiende qué hacer para cuidarse, transmitir tranquilidad a una señora desesperada porque no sabe cómo sacar un permiso de circulación; son situaciones comunes de su cotidianidad y es en ellas donde se halla a sí mismo, cómodo, valioso y resguardado. Y como hablar es su mayor virtud, Octavio disfruta de los mínimos encuentros sociales que este panorama le ofrece. Las palabras intercambiadas con sus clientes también buscan reemplazar las antiguas conversaciones de la vida diaria; no lo logran, pero claro está, peor es nada. Con una listita improvisada de direcciones en mano y una bici gastada con canasto, sale por las tardes en que no cursa a repartir los panes rellenos que cocina junto a su hermana mayor. Vuelve a enfrentar ese camino eterno y desnivelado, que lo envuelve en una nube de tierra con el pasar de los autos. El barbijo le cuida el rostro de las partículas que se le solían impregnar en los labios. Punto para el coronavirus. Va despacio, el canasto está atestado de bolsitas color madera que continúan calientes y que llevan inscriptas el nombre que decidieron ponerle al emprendimiento. Sin el trabajo en YPF, Octavio tuvo que rebuscarselas de otro modo. La fase 5 en Chacabuco lo permitió. Convenció a su hermana y comenzaron. Se pasea por la ciudad, toca timbres, recibe elogios, agradece y charla. Se apura para llegar a su casa antes de las 21, cuando suena la sirena de los bomberos que anuncian la imposibilidad de transitar. No espera cosas del futuro, vive del y para el presente. Intenta organizarlo, aunque a veces improvisa sobre la marcha. Se detiene en las acciones pequeñas: su retribución es un señor desconocido que le agradece y le acerca el desayuno, un día de sol después de una madrugada de escarcha y niebla. No termina de entender de dónde le sale, Octavio sólo hace y no lo piensa. Ayuda y no lo dice. Sale todas las mañanas a cuidar al resto y no se permite extrañar su cama, y en ello radica el valor y la solidaridad de lo que nos depara el mismo presente.
* Estudiante de la Licenciatura en Comunicación Social con orientación en Periodismo en la Universidad Nacional de La Plata.