Los lamentos de los enfermos internados son apenas suspiros apagados, amortiguados por la profusión de tubos y aparatos que los envuelven. Sin ayes lastimeros, la muerte cotidiana ahoga silenciosa, en angustiante soledad que priva del consuelo del último adiós a víctimas y deudos. Los muertos en la Argentina por el coronavirus, que se acercan rápidamente a los 55.000 dejaron de ser noticia de primera plana, en medio de una impotencia nacional hecha de escasez de vacunas y energías dilapidadas en maniobras turbias y bochornosas disputas políticas.
Este 20 de marzo se cumple un año desde que se decretó el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO), que cambió drásticamente la vida de los argentinos. Aunque se fue distendiendo por la presión social, constituyó una cuarentena interminable y agobiante casi sin parangón en el mundo. Y si bien evitó que la enfermedad desbordara las camas de internación y la atención sanitaria, en cambio no impidió la proliferación de muertes y provocó daños perdurables en la economía, la educación y la salud física y espiritual de los argentinos. La impronta nacional que adquirió el tratamiento del drama planetario fue sofocante y gravosa.