Esta semana se derogó el decreto 70/2017 que establecía la prohibición de ingreso y permanencia al país a los extranjeros que tuviesen antecedentes penales con condenas de privación de la libertad. El tema no estaba en agenda ni existía una demanda ciudadana al respecto. Por eso mi sorpresa y la necesidad de compartir lo que sentí al respecto.
Me levanto todos los días a las 5 de la mañana para dejar alma y vida en el resguardo de la seguridad de millones de bonaerenses, justo en una provincia que tiene una proyección de 1100 homicidios al año. Muchas veces percibo que la justicia y la legislación vigente no facilitan esa tarea sino que la complican innecesariamente, consagrando una distancia abismal con lo que piensa y nos exige la nuestra sociedad. Siento la obligación de compartir lo que pienso y de no esconderme. Creo en la posibilidad del disenso y del sano debate de ideas, verdadero motor de una sociedad que se precia de democrática. No me gusta murmurar en sordina mis propias ideas. Entiendo que el mejor aporte que puedo hacer al país es defender mis convicciones, mi ideario, mis verdades relativas. Por eso voy a desgranar aquí mis propias reflexiones sobre la cuestión.
Todas las sociedades del mundo eligen a quiénes abrir sus puertas. En nuestro caso, la exigencia de no tener antecedentes penales para poder entrar y permanecer en el territorio nacional no pareciera ser una extravagancia ni un requisito irrazonable o descomedido. Nuestro país se formó con los extranjeros que llegaron a estas tierras a trabajar y poblar un país extenso, en esa mixtura maravillosa con la población nativa como consecuencia de las sucesivas oleadas inmigratorias. Nuestra Constitución Nacional no sólo tolera sino que promueve y alienta la inmigración extranjera. Esa ha sido la tradición histórica que nos ha convertido en un verdadero crisol de razas. Somos una sociedad tolerante, democrática, plural, diversa en términos étnicos y religiosos, amigable con el extranjero. Sabemos que miles de extranjeros, latinoamericanos y europeos, estudian en nuestras universidades públicas y gratuitas. Garantizamos el acceso a la salud gratuita a todos, sin distinción de nacionalidad. Tenemos una legislación social que reconoce, por ejemplo, el acceso a la Asignación Universal por Hijo sin distinción de nacionalidad. En la provincia de Buenos Aires está garantizado el voto al extranjero para los cargos provinciales, e incluso está permitido que los extranjeros sean electos en cargos legislativos. En definitiva, tenemos una legislación y una vasta jurisprudencia que garantizan un goce amplio de derechos, libertades y garantías a todos los habitantes de la Nación sin distinción de nacionalidad.
Por eso no entiendo los fallos judiciales que consideran discriminatoria la cláusula de no tener antecedentes penales para entrar al país, y que consecuentemente se modifique la legislación invocando dicha jurisprudencia. Aquí no se trata de estigmatizar al extranjero. Se trata de exigir algo mínimo, algo básico: que las personas que quieran asentarse en nuestro país no hayan delinquido. Ni más ni menos. No importa el origen de la nacionalidad, ni la religión, ideología, condición económica, género, opiniones o filosofía de vida: tan sólo que quienes quieran vivir entre nosotros carezcan de antecedentes penales.
No quiero enredarme en debates absurdos. Este debate nada tiene que ver con construir muros, abandonar balseros en altamar o negar protección médica a grupos migrantes. Ese es el drama de otras regiones del planeta, vinculado a situaciones de profundas desigualdades e injusticias que dan origen a fuertes desplazamientos de hombres y mujeres que peregrinan miles de kilómetros en la búsqueda de un poco de alivio a tantos sufrimientos. El Papa Francisco es un abanderado en la defensa de esos colectivos humanos que sufren la incomprensión, la intolerancia y la falta de amor al prójimo. Aquí estamos hablando de algo absolutamente diferente. Distinto. Incomparable. Estamos hablando de un requisito exiguo, elemental, referido a qué clase de personas queremos que formen parte de nuestra comunidad, de nuestra vida cotidiana, de nuestro quehacer diario.
Hay un esfuerzo por forzar el sentido de las cosas y acusar de discriminatoria a cualquier regla de conducta colectiva. Por eso quiero decir que no todo es lo mismo. Que no logro comprender el sentido de tomar estas decisiones que no las pide el Pueblo sino pequeños grupos que no tienen la responsabilidad de velar por la seguridad de nuestros vecinos. Que estas medidas deslegitiman la capacidad del Estado para hacer las cosas que verdaderamente sí tiene que hacer. Que perdemos demasiado tiempo en los pretendidos derechos de última generación, en desmedro de los derechos más básicos y elementales: vida, seguridad, trabajo, salario y propiedad. Que resulta confuso a quién queremos representar con estas medidas y a qué sujeto queremos interpelar. Que desde muy chiquito, en la Unidad Básica de mi pueblo, aprendí que para los peronistas hay una sola clase de hombres: los que trabajan. Ese concepto, aggiornado a los tiempos, significa que nos debemos a los trabajadores y las trabajadoras, a los hombres y mujeres que estudian. A los que cuidan su hogar. A los que sueñan un futuro mejor. A los que dejan alma y vida para sacar su familia adelante. A los que se bancaron el aislamiento aún a costa de perder trabajo e ingresos. A los que se cuidaron a sí mismos y a sus familias para evitar que la pandemia se desbordara. A los que siguen creyendo en este país extraordinario, generoso, democrático, pacífico y noble.
Durante años impulsé que el extranjero que delinque en nuestro país sea expulsado a su país de origen. Por eso es que no comparto el decreto que torna más dificultoso y lento dicho procedimiento. Entiendo que esta tierra generosa debe premiar al extranjero que viene a trabajar, y que debe ser riguroso con quien violenta las reglas mínimas de convivencia en común plasmadas en un código penal.